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El milagro de la representación

 

por Antonio Arévalo 

 

 

La muestra de fotografías de Pamela Martínez despierta nuestro interés en primer lugar dada la tensión provocada entre la interpretación del mundo exterior y el llamado al recuerdo y proyección personal.

 

Pamela construye reales escenografías acumulando viejas estampas y fotografías que ha coleccionado de pequeños mercados locales, viejos áticos, de baúles polvorientos, llenos de cosas olvidadas. La artista articula esta iconografía en una visión palingenésica, dando nuevamente vida a estas imágenes “olvidadas” para ahora sobreponerle nuevas significaciones.

El modo de ensamblaje de estos materiales recuerda al teatro ya que las imágenes se solapan unas a otras queriendo conformar una secuencia coherente. Dándonos así un giño sobre el contenido de la obra y su meta-discurso acerca de la representación:“El milagro de la representación”.

 

Más que una descripción realista, son las libres interpretaciones de Pamela, son  proyecciones personales, construidas con fragmentos eclécticos, provenientes de distintos estilos. Es un viaje que explora las vías que ya existían y donde además se inventan otras, como si se permaneciera retenido en la fase llamada del sueño paradojal, o de la fase REM.

Así entonces Pamela explora configuraciones de imagen capaces de develar una fuerte carga analítica. Construye imágenes habitadas por elementos etéreos como reflejos y transparencias, que algunas veces nos hacen pensar en circos otras en apariciones. Además incluye personajes imposibles, personajes ensamblados con ironía, actuando así procesos que no se limitan a ninguna posibilidad, por el contrario abre puertas a la interpretación.

 

La obra se mueve interrumpidamente entre la esfera del sueño y el alma, las fotografías vibran mágicamente bajo el cielo nocturno o también en la atmósfera diurna.

 

Pero sin duda todo este efecto onírico que provoca en nosotros estas fotografías son productos de los lúdicos cruces atemporales posibles solo gracia a la buena utilización de la técnica del collage. Técnica que a su vez al cruzar temporalidades nos provoca una sensación de melancolía, de onírica melancolía. 

 

La alquimia después logra que todas las zonas irrisorias del sueño no devengan cromatismo predecible:

 

Solo así es que la historia se vuelve alegórica.

 

 

 

Antonio Arévalo

Viterbo, septiembre 2013.

 

Imágenes des-cotidianas: imágenes del olvido


 

Por Montserrat Rojas Corradi


 

Toda fotografía es memoria, nos relata Didi Huberman. Y así como la imagen es memoria, también lo son las reminiscencias de nuestros pensamientos y experiencias, es decir, los recuerdos. Los escenarios recreados por Pamela Martínez agrupan recuerdos dispersos e inconexos, situándolos en espacios oníricos: su mecanismo de construcción se le parece en muchos sentidos al de los sueños, que del mismo modo que la memoria, opera como una imagen fotográfica. En estas imágenes, se condensan en un mismo plano objetos y espacios que no pertenecen a una misma locación, de-construyendo un imaginario que creemos existente, pues nos parece familiar/conocido, pero sus distintas capas nos distraen, llevándonos a otro mundo, situado por fuera del borde de la consciencia.

 

Quizás los sueños no se relegan solamente al inconsciente, sino que habitan en este lado de la existencia (la conciencia) a través de los recuerdos. El recuerdo es una acción selectiva, discriminadora y espacial: cuando retenemos algo en nuestra memoria, significa automáticamente el olvido de otra cosa. Así percibimos, diferenciamos y priorizamos algunos hechos respecto de otros. El recuerdo es entonces descarte, pero también es mezcla. A menudo las historias de los comienzos de nuestras vidas se encuentran deformadas por lo que otros nos contaron al respecto, más que por nuestro propio recuerdo a partir de tal o cual vivencia. Esta deformación construye visualmente nuestro pasado; pasado que en los montajes de Pamela Martínez se manifiesta a través de una articulación que reconstruye las historias del olvido. Si tales imágenes circulan en la superficie, entendiéndose esta como el espacio para los lugares comunes, entonces los recuerdos de otros pasan a formar parte de los nuestros.

 

Pero las fotografías de Pamela extreman esta mezcla de los recuerdos. Podríamos entender a la fotografía desde una doble impresión: por un lado, aquella de la luz sobre la superficie sensible a ella, y por otro, lo que la autora sella en nosotros como un recuerdo ficticio, generando un antecedente o dato que nos ayudará a reconstruir esa historia irreal que se deshilacha en el tiempo. Esta doble impresión fotográfica es entonces también una mixtura, extremada en los montajes presentados por Pamela.

 

El proyecto fotográfico “La memoria anónima” evoca una variedad de situaciones y momentos, propiciando disímiles emociones y deseos, ocasionando sensaciones inexplicables de lo bello, lo irrisorio e irreal en quienes observamos; nos situamos frente a frente con imágenes de lo imposible.

 

Cuando el teórico John Berger plantea que un aspecto relevante de la fotografía es la determinación de lo que vemos y cómo lo vemos, al respecto dice: “lo que sabemos o lo que creemos afecta al modo en que vemos las cosas”, por lo tanto, toda imagen tiene múltiples representaciones simbólicas -y en el caso de las imágenes de Pamela- nos parecen irreales, por lo que ese sentido de apropiación de la imagen, desde nuestra historia se transforma en un corpus complejo que inventa los recuerdos y la fantasía . Nos enfrentamos a varias capas de lectura con representaciones construidas de imágenes prestadas de otros, las cuales nos distraen de la historia oficial o del común.

 

El recorrido de tales fotografías configura un nuevo paisaje, el cual es inexistente en nuestro mundo cotidiano, incluso en nuestras más profundas capacidades oníricas e imaginativas. En este, la autora explora su obsesión por ilustrar espacios salvajes y melancólicos, marcados por la iconografía de animales que habitan en el continente africano o están en vías de extinción en el mundo. Estos animales pertenecen al imaginario del mundo globalizado, llegando a nosotros como objetos de exhibición en zoológicos o museos, trayendo a este lado del mundo una lectura occidental de un continente olvidado.

 

Nos referimos de ese modo al encierro, instalando a dichos animales como íconos, por un lado, del imaginario occidental del salvajismo, idealizados como bellos y domésticos controlados por el hombre, y, en otro sentido, podrían simbolizar el aislamiento social y cultural en el cual vivimos, que por cierto no vemos ni del cual estamos concientes, constituyendo estos símbolos al tema central de su obra.

 

Otro aspecto relevante en la obra de la autora es la presentación de un estadio arquitectónico del recuerdo, sumergido en una melancolía devastante, en la cual conviven de manera paralela la infancia, la fantasía y la ilusión.  Todo aparenta ser un bienestar cotidiano, pues cada figura, objeto y personas son reconocibles en nuestras vidas, se ven apacibles, gustosos y bellos, siendo en realidad observaciones de un mundo diverso, ambiguo y desarmado del mundo, configurándose el hábitat de la memoria.

 

Este hábitat/universo convive con las relaciones convencionales de lo que entendemos por pensamiento binario; por un lado, lo salvaje expresado a través de los animales y paisajes, y por otro, y su opuesto: los espacios domesticados en que habitan, mezclándose éstos con imágenes religiosas e infantiles reconocidas por el imaginario común.

 

El espacio de los sueños es entonces la única posibilidad de jugar y mezclar las imágenes del recuerdo luego del fin de la vida, generadas por estas imágenes extraídas del hábitat arquitectónico. Todo este universo visualizado y creado por la autora subyace desde lo onírico y, por ende, desde la extraña posibilidad de la lúdica y nostálgica cercanía a la muerte. 

 

 

 

 

 

Memoria y creación.

Por Macarena Roca 

 

Un desconocido silba en el bosque.

Los patios se llenan de niebla.

El padre lee un cuento de hadas

y el hermano muerto escucha tras la puerta.

 

Jorge Teillier de Poemas del país de nunca jamás (1963)

 

 

 

Todo libro de fotografías es una imagen de una imagen. Un todo inorgánico en donde se mueve al receptor a la obtención de una determinada lectura a partir de la disposición y diagramación del texto visual. Sin embargo, y como ha mostrado la teoría de la recepción, el sujeto siempre lee de acuerdo a sus experiencias estéticas y gustos históricos, lo que determina una mayor detención en ciertas imágenes y no en otras.

 

Al revisar el trabajo fotográfico de Pamela Martínez Rod nos encontramos con imágenes que rápidamente nos conducen a sensaciones y emociones vividas durante la infancia. Miedos, asombros, soledades, pérdidas. Muchas de ellas superadas u olvidadas habitan en los intersticios de la memoria, funcionando como apariciones o fantasmagorías.

 

El trabajo de Martínez es, ante todo, la posibilidad y búsqueda de una narración. De un discurso visual que pueda dar cuenta del proceso de imbricación entre memoria e imaginación producido por este recuerdo sinestésico de la infancia.

 

Se perfila en su obra tres momentos vitales: evocación del recuerdo, incorporación de elementos simbólicos, combinación de realidad y ensoñación. Además, la presencia de fotografías familiares privadas y desconocidas, así como antiguas y modernas, clarifican que el proyecto busca el engarce de la memoria personal con la anónima.

 

Este trabajo de fotomontaje, fragmentado en la serie de partes que componen la narración de un todo inorgánico y nuevo, funciona – narratológicamente- gracias a la simbología que Martínez incluye. La obra apela al caos de las imágenes y sensaciones difusas provenientes de nuestra Edad de Oro. Visiones prístinas y emotivas son rememoradas por una mente adulta que no entra en la dulcificación ni en el escamoteo de sus episodios menos placenteros. Martínez nunca abandona el ojo voraz y escatológico, e introduce en la composición narrativa de este tejido visual la percepción pesadillezca y tenebrosa que perturba los momentos párvulos y familiares. Nos sitúa en ambientes abandonados y herrumbrosos en los que la humedad (enredaderas, trepadoras, humedales) y las transparencias (vidrios, galerías, cúpulas, espejos) nos signan determinada ruta de lectura. Pasos intermedios entre el afuera y adentro, pasajes entre pasado y presente.

 

Las imágenes incitan el cuestionamiento sobre los propios recuerdos infantiles reconfigurando la memoria mediante la incorporación de objetos icónicos de orden sagrado (fiestas religiosas), circense (payasos, carruseles), fantástico (copresencias atemporales) y bestial (animales salvajes), desplegando de esta manera, la doble condición vivida durante la infancia: juego y autoridad, libertad y orden, inocencia y castigo; aspectos siempre mezclados en un espacio anfibológico logrado por los escenarios transparentes y comunicantes. Ese lugar de incertidumbre, de falta de límites, es el que Martínez convoca. Una fusión y fisura de recuerdos privados y comunes.

 

En este conjunto de textos visuales late una intención sanadora. Si la narración, acto propiamente humano, es una posibilidad de sobrevivir al trauma y reparar la visión de sí mismo, es porque el lenguaje ficcional permite configurar, a través del otro, una historia que entrega resiliencia – y sublimación - ante la pérdida. Por ello, este álbum familiar colectivo persigue, tal vez inconscientemente, un doble objetivo. Por una parte uno personal y estético, el otro, social y ético. Este segundo objetivo recrea un universo familiar común en el que prima la búsqueda conciliatoria entre recuerdo y expansión sensorial. Además, el empoderamiento discursivo de la autora se sostiene durante todo el trabajo fotográfico, logrando una narración que incluye referentes comunes y atemporales de la infancia, junto a arquetipos culturales dotados de significación universal. Gestos, poses (culturales y naturales) y momentos infantiles (cumpleaños, ferias de entretenciones, vacaciones) son elementos transversales que permiten fundar la narración en ese terreno universal.

 

Los símbolos en la obra de Martínez permite intuir lo suprasensible y objetivar aquello que no es objeto de experiencia empírica. Para Ricoeur la fenomenología era el único método que permitía atender al misterio de la realidad. Si Martínez persigue una comprensión de la realidad vivida y recordada es porque la función heurística del lenguaje le permite descubrir rasgos insospechados en ella. Esta mediación -según Ricoeur- explica cómo el sujeto comprende la realidad, es decir, la referencia con el mundo, el diálogo con otro hombre y la reflexión consigo mismo. En otras palabras, el lenguaje es transformador de la visión del mundo, de la comunicación con el otro y de la comprensión del propio sujeto.

 

En la historia del fotomontaje no es el procedimiento técnico lo que ha importado, sino la idea expresada en el nuevo orden constituido. Este transforma las relaciones entre objetos que nos son familiares y sugiere, a la vez, extraños efectos en su recepción. Tretiakov sostenía que un fotomontaje era, sobre todo, una intermedialidad de sentido entre dos o más registros: foto y texto, foto y color, foto y dibujo. Una imagen puede convertirse en un fotomontaje - y en una obra de arte de un tipo muy peculiar – añadiéndole un cambio en apariencia insignificante que revela la presencia de un secreto palpitante.

 

La desfamiliarización de sus piezas permite configurar despliegues de sentido nunca antes pensados. Por ello, el origen y desarrollo del fotomontaje es subversivo y violento. Transgrede fronteras y géneros que, en el caso de Martínez, autentifica la hibridación de su proyecto narrativo. Esta construido de objetos reales pese a que su efecto es claramente simbólico. Los paisajes alucinatorios, en el caso de Martínez Rod, pueden ser leídos como una agresión estética que empuja a plantear cuál es la pregunta que se esconde tras la imagen. Un fotomontaje siempre será una inadecuación al horizonte de expectativas del receptor, la no confirmación de una espera.

 

Para Max Ernst, significó la conquista de lo irracional y la apertura al ámbito de lo fabuloso, sin embargo, este trabajo no posee imágenes contradictorias, confrontacionales o de sentido absurdo. Es una propuesta conceptualmente premeditada y con una narración direccionada. Si hay conquista de lo irracional en la obra de Martínez, el surrealismo o con mayor propiedad lo surreal, se evidencia en la búsqueda de esta realidad de segundo grado. El sentido surrealista en este trabajo es la amplificación de la realidad vivida y recordada. La manipulación fotográfica que se logra, subraya e ilumina la duplicación de la imagen. Memoria e imaginación trenzados en un cruce categórico de imagen real e imagen mental. 

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